Seguramente, alguna vez, o más bien en muchas ocasiones, su Médico/a de Familia (u otro médico especialista sanitario) le haya dicho que usted padece tal afección o tal problema médico cuando ha acudido a su consulta por encontrarse enfermo/a o con síntomas (por el problema que sea). No cabe duda que en Medicina, saber lo que el paciente tiene o lo que le pasa es fundamental para determinar la respuesta clínica, que puede ser un consejo, un tratamiento farmacológico o cualquier otra intervención sanitaria. Es decir, las ventajas son obvias, conozco el problema, conozco la solución (cuando el tratamiento, con independencia de su naturaleza, resulta eficaz o resolutivo). En otras palabras, el diagnóstico clínico hace que el paciente sepa lo que le ocurre y consecuentemente que pueda llevar a cabo las acciones necesarias para su curación (por ejemplo, me diagnostican una amigdalitis, una hipertensión arterial, una diabetes o cualquier otro problema médico y en consecuencia realizo tal o cual tratamiento específico). Esto, además, genera “tranquilidad” por cuanto que reduce la incertidumbre al descartar otras posibles causas de mi dolencia (hipotéticamente otras enfermedades o afecciones incluso más graves). Bien, hasta aquí resulta fácil entender las ventajas de contar con una explicación o “diagnóstico” médico.
En Psicología (como en Psiquiatría), el diagnóstico clínico también tiene múltiples ventajas. Veámoslo con un ejemplo: no es lo mismo sentir tristeza más o menos intensa tras la pérdida de un ser querido (para lo que a priori se necesita tiempo para elaborar el dolor salvo que se trate de un duelo patológico) que sentir tristeza intensa, invasiva y persistente, con un sentimiento acrecentado de culpa y con ideas de suicidio asociadas. No es lo mismo, y la respuesta terapéutica tampoco es la misma. Sin lugar a dudas el diagnóstico es importante porque reduce angustia (ya sabemos lo que nos ocurre) y porque nos orienta hacia la búsqueda de una solución efectiva. Además, desde mi punto de vista hay otra cuestión a destacar, que es lo que tiene que ver con la “conciencia de enfermedad” aunque yo prefiero llamarlo “conciencia del problema”. Saber que tengo un trastorno por consumo perjudicial de alcohol, o por consumo de cocaína, o una ludopatía, es un paso que ayuda a valorar una necesidad de cambio. No asumir ese diagnóstico nos dejaría en la ambigüedad de lo que se tiene o no se tiene y según quién lo piense, lo cual es habitual en los ejemplos a los que he hecho referencia.
Sin embargo, a pesar lo explicado en las líneas que anteceden, lo cierto es que en salud mental, en Psicología, en lo que tiene que ver con el bienestar emocional de las personas, las cosas no son o blancas o negras, sencillamente porque no hay dos personas iguales como no ha dos contextos iguales (literalmente hablando). Los diagnósticos, sobre todo sindrómicos, nos sirven a los profesionales para hacer una descripción general de una expresión sintomática, pero no sirven para explicar el porqué de las cosas, por qué una persona actúa de una forma y no de otra o por qué siente lo que siente. Volvamos a otro ejemplo: imaginemos un adolescente en una familia en la que hay dificultades en los vínculos, en alguno de los padres o en la puesta de normas y límites; desgraciadamente a veces vemos que con el diagnóstico clínico ese adolescente es señalado como la persona con la “enfermedad a tratar”, o lo que es peor, “la causa del problema familiar”, lo que hace que las familias se pongan en una situación que imposibilita un cambio real y efectivo en cuanto a lo que le está pasando al chico. En otras palabras, centrarnos solo en el diagnóstico sería algo así como pensar que “el problema no es que la familia esté mal sino que el chico es irritable, o impulsivo, o que está triste…” La pregunta sería, ¿quién tiene que cambiar? O, ¿cuál es el diagnóstico real de la situación?
Existe otro factor fundamental en psicoterapia que tiene que ver con dónde pone cada uno el acento en relación a lo que le sucede. Así, es frecuente que vea en consulta a gente imposibilitada para cambiar “porque tiene un trastorno de la personalidad” o cualquier otro trastorno, como si existiese un determinismo biológico insalvable que condiciona nuestras vidas y frente al que poco o nada podemos hacer. El diagnóstico, en ningún caso puede servir para justificar todo cuanto nos ocurre anulando con ello cualquier capacidad de respuesta por nuestra parte. Desafortunadamente muchas personas se cronifican en su sufrimiento por definirse como agentes pasivos frente al cambio. Esto es lo que tengo y esto es lo que hay, y nada puedo hacer…
La experiencia profesional, la pericia, es fundamental para entender el sentido y la utilidad que tiene un diagnóstico clínico en según qué caso, y para establecer consecuentemente un plan de tratamiento adecuado. Ya lo dice el dicho, “la experiencia es un grado…”